Tres peldaños, ajados por el tiempo, me separan de
convertirme en parte de su historia. La lobreguez del interior me absorbe y
camino despacio hasta introducirme en el corazón de aquella longeva casona.
El olor a humedad, polvo y herrumbre no me sorprenden y camino
despacio, entre la negrura y el sonido
del silencio que me acompaña.
Al fondo, unas escaleras me invitan a bajar arrastrándome
hacia lo más profundo de sus entrañas. Oigo crujir los escalones a cada paso y
siento el dolor de mi propio peso sobre ellos.
Al fin veo claridad. Un par de ventanas, tapiadas con viejos
tablones apolillados, sujetados por unos marcos apenas inexistentes, dejan escapar entre sus grietas, pequeños haces de luz, en
donde miles de motas de polvo flotan intentando huir de la soledad.
El tamo cruje
bajo mis pies marcando, posiblemente, las primeras huellas en años, sobre la
superficie de un suelo antaño brillante y reluciente y hoy convertido en el vestigio de otros tiempos.
Alrededor, las paredes aún guardan el recuerdo de cuadros y
tapices, una vez colocados en ellas y hoy sólo sombras y desgarros de telas
meciéndose al compás del aire rancio que allí se respira.
Entre los cascotes descubro un lugar donde sentarme y con
los ojos cerrados me concentro en el sonido del silencio e intento arrancar
recuerdos largamente custodiados por aquellos altos techos empapados de historia.
Pero sólo recibo la tristeza de saber lo que un día fue y nunca más volverá a ser.
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