Me gustaría presentaros a Pablo y Lucía. Ellos eran la
típica pareja de recién casados, felices, enamorados y con una maravillosa vida
por delante; una pareja como cualquier otra. Seguro que conoces a alguien así.
Vivían en una pequeña y acogedora casa que habían
comprado un par de años antes y que pagaban religiosamente, no sin esfuerzos
pues la hipoteca era bastante elevada; pero no les importaba pues aquel lugar
era su hogar.
Entre los dos se encargaban de los arreglos y habían
pintado y amueblado la casa con mucho gusto y mimo.
Lucía solía encargarse de los pequeños detalles:
cortinas, adornos, cuadros, el color de los manteles o de las toallas…
Pablo, sin embargo, disfrutaba más con las herramientas,
por ello se dedicaba a montar los muebles, colgar las lámparas o taladrar las
paredes para posteriormente colocar los cuadros.
Como ambos trabajaban en la misma empresa, aprovechaban
los descansos y vacaciones para
dedicarlas a su vivienda.
En definitiva, eran un matrimonio alegre, ilusionado y
lleno de esperanzas de futuro, pues aquella misma mañana, Lucía se había
enterado de que estaba embarazada.
Los meses pasaban y el vientre de la joven comenzaba a
ser visible, lo cual llenaba de orgullo a Pablo que se pasaba las horas
hablándole a su pequeño, contándole cuentos o describiendo lo preciosa que era
su madre.
Pronto supieron que se trataba de un varón y enseguida
comenzaron a preparar el dormitorio.
Pintaron las paredes de azul cielo y
colocaron cenefas de ositos y globos por toda la habitación, colocaron
estanterías con muñecos, montaron la cuna y la vistieron a juego con las
cortinas, todo acomodado y listo para la llegada del pequeño.
La vida parecía sonreírles, pero, la felicidad no dura
para siempre y pronto la pareja sufriría el mazazo más terrible que pudieran
haber imaginado nunca.
La empresa en la que ambos trabajaban, había comenzado a
hacer recortes y tanto Pablo como Lucía, fueron despedidos.
De repente sintieron cómo el mundo se derrumbaba
alrededor de ellos, como si de un castillo de naipes se tratara.
En su estado, Lucía veía imposible que nadie la
contratara y aunque Pablo consiguiera un empleo, con un solo sueldo no podrían
pagar la hipoteca y terminarían perdiendo la casa.
Aquella inenarrable angustia
la sumió en la desesperación y aunque Pablo intentaba por todos los medios
animarla, era consciente de que la situación les estaba desbordando.
Pablo dedicaba todo el día a buscar trabajo pero la
suerte parecía haberles abandonado y por si no tenían bastante, pronto
comenzaron las llamadas acosadoras de la entidad financiera.
Un demonio trajeado al que lo único que le importaba era
cobrar y para ello utilizaría las tretas que necesitara, incluido las amenazas.
Una mano que tiraba, conscientemente, de la soga que anteriormente había
colocado en sus cuellos.
A causa de aquel inefable sufrimiento, Lucía, una mañana
en la que el cielo se había cubierto con una espesa losa de nubes, comenzó a
sentir un líquido caliente que bajaba lentamente por sus piernas y al mirarse
asustada, pudo constatar con horror que estaba sangrando.
Enseguida fue ingresada en el hospital y
mientras ella luchaba por su vida y la de su bebé, su marido lo hacía por su
casa.
Porque todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna y
si perdían el hogar que con tanto cariño y mimo habían acondicionado, su
familia se quedaría en la calle y su hijo no tendría un techo donde
resguardarse.
Nadie puede imaginar el sufrimiento y la carga emocional
que conlleva un desahucio, el sentimiento de culpa, el miedo… Nadie excepto las
personas que lo pasan, por eso Pablo se sentía desesperado, hundido y sólo en
esta lucha llena de incomprensión, de rechazo y de dolor.
Pero si en el mundo existen demonios trajeados, también
coexisten ángeles disfrazados de humanos. Personas que tras haber vivido el
mismo infierno, altruistamente deciden ayudar a aquellos que lo necesitan,
aconsejándole, guiándoles e incluso acompañándole en su lucha.
Una luz en la
oscura inmensidad de la desesperanza.
Y así fue como Pablo, junto a aquellos ángeles
desconocidos, encontró comprensión, amistad y una nueva familia con la que
seguir luchando, pero ahora con esperanzas renovadas.
Dos meses después, Lucía salió del hospital con su hijo
en brazos, todo había salido bien y aunque habían tardado en recuperarse, tanto
el niño como ella se encontraban recuperados.
Pero al contrario de cualquier
madre primeriza, en su semblante se podía observar el desasosiego que sentía.
Sabía que su casa había pasado a ser parte de la extensa lista de inmuebles del
banco; y el miedo a no saber qué sería de ellos a partir de ahora le hacía
estremecer.
Sin embargo a Pablo se le veía feliz.
Llegó al hospital a recogerla, con un gran ramo de
azucenas y una sonrisa aún mayor; y tras abrazarles y besarles, los llevó hasta
el coche. En el trayecto, Lucía le preguntaba a Pablo insistentemente sobre el
destino, pero este no contestaba por lo que tuvo que tragarse la curiosidad.
Aún así, no pudo evitar contagiarse de su sonrisa y una llama de optimismo
comenzó a crecer dentro de ella, sin saber muy bien por qué.
Cuando llegaron, Pablo le vendó los ojos y despacio guió
sus pasos hasta el lugar donde aguardaba la sorpresa.
La joven se dejaba llevar confiada, concentrándose en los
ruidos que la rodeaban, con la esperanza de reconocer alguno, pero sólo
consiguió oír los sonidos guturales del pequeño que parecía disfrutar el
momento tanto como su papá. Finalmente llegaron y en cuanto se desprendió de la venda que
cubría sus ojos, estos se iluminaron sorprendidos. Ante ella se mostraba un
precioso dormitorio infantil pintado de azul cielo y adornado con ositos y
globos.
Lucía no podía creer lo que estaba viendo. No estaba en
su casa, de eso estaba segura, pero aquel dormitorio tenía todo lo que ella
había deseado para su pequeño.
Lo miró desconcertada y él, con su deslumbrante sonrisa
le cogió la mano y le dijo:
— Ven conmigo.
Una mezcla de sentimientos la embargó al comprender que
no estaban en la calle, tenían una casa, un techo sobre sus cabezas, un nuevo
hogar… y comenzó a sonreír, por primera vez en mucho tiempo, volvía a sonreír.
—¿Pero cómo…? —Musitó mientras las lágrimas interrumpían
sus palabras.
— Es alquilada pero desde ahora, este será nuestro nuevo
hogar. Nos han despojado de nuestra casa
y nos siguen robando nuestro dinero, pero lo que nunca podrán quitarnos son
nuestros sueños, y mucho menos tu sonrisa.
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Ahora es cuando vendría eso de “vivieron felices y
comieron perdices”, pero no. No lo haré porque este relato es una historia
basada en personas que realmente han sufrido y siguen sufriendo el abuso de
poder. Personas como tú, en las que un
día la vida les dio un revés. Este verano he tenido la suerte de conocer a
varias parejas que han sufrido en sus
carnes un desahucio. Personas que no sólo me han permitido, sino que me han
animado a realizar un escrito sobre este tema contándome detalles de lo vivido,
o quizás estaría mejor dicho, de lo sufrido; detalles que he disfrazado.
A ellos les dedico este relato, pues a pesar de todo,
posiblemente tengan las mayores sonrisas que he visto hasta ahora y esas no se
las quita nadie.
Delma T. Martín
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